Agustín Bernardo del Castillo Sandoval, Público Milenio, Guadalajara Jalisco - June 2006
La velocidad de destrucción de estos despreciados pero riquísimos ecosistemas es impre-sionante. En medio siglo se borró 53% de su cobertura y las tendencias apuntan a que en 2050 haya desaparecido 96%, según los científicos de Chamela-Cuixmala, único santuario protegido, que podría convertirse en isla de conservación
Costa Sur de Jalisco. A la selva seca, o baja, o caducifolia, la gente de esta región le dice simplemente “monte”. Lo que observan no puede competir con las imágenes que han reci-bido de las florestas paradisíacas siempre verdes, pobladas de árboles de 40 a 100 metros, llenas de color y de ruidos desenfrenados, de bestias extrañas, de fieras letales, de calores y humedad, de vapores matinales y arquitecturas naturales asombrosas.
Los humanos se asoman por la carretera y divisan una masa de arbustos y árboles de poca altura cubiertos por el gris uniforme. “Tienen la percepción de que aquello está muerto, que está totalmente seco y que no sirve para nada”, subraya Álvaro Miranda, coordinador cien-tífico de la Fundación Cuitzmala, institución que sostiene uno de los escasos reductos pro-tegidos de este reino natural en México: la reserva de la biosfera Chamela-Cuixmala, en los parajes montañosos de la Costa Sur de Jalisco.
Sin embargo, en estos bosques aparentemente despojados de lo vital aguardan múltiples sorpresas. Basta recorrer una mañana los caminos interiores de la reserva. Una aguililla ha atacado a una Boa constrictor que se retuerce herida de muerte a la vera de la brecha, mien-tras la depredadora se protege de los extraños entre las copas de los árboles y lanza llama-das furiosas como en reclamo de su presa. Cerca de un estanque, cinco venados cola blanca toman agua inquietos y se dispersan con rapidez ante el primer ruido. Bosque abajo, ya cer-ca de los humedales, los grupos de coatíes trepan las grandes palmeras como precaución.
Manchones aquí y allá de grandes árboles verdes llenos de nidos de aves. Una red de cana-les contiguos al río Cuitzmala son hogar del mangle, los cocodrilos y cientos de aves de los esteros. Jaguares, pumas y ocelotes sigilosos transitan casi invisibles entre las rutas de la selva. Si no fuera por esas cámaras fijas diseminadas entre los árboles y esos collares que se les han instalado para seguirlos en sus vastos territorios. Cuál monte muerto.
La selva seca es un tablero de ajedrez donde cambia el paisaje según el agua, el viento y las sombras. La vida bulle a cada metro de estas florestas, en su mayor parte dominadas por la estacionalidad: densamente verdes los cuatro meses de lluvias, desconsoladoramente secas en el resto del año.
La sequía obliga a los organismos a tornarse más precavidos y a ahorrar energías para so-brevivir. Las zonas de humedad perenne son el sitio de concentración de la fauna para pro-veerse de agua y para procurarse la caza a lo largo del día. El resto de los ecosistemas, ese monte gris y despreciado, son corredores de las especies y prosperan solitarios. Si no fuera porque se sabe, y está muy bien estudiado, que en cada palo y en cada arbusto aparente-mente inerte hay un organismo que baja su actividad en espera de mejores tiempos, mien-tras el mundo de los insectos se desenvuelve febril debajo de la cubierta del bosque o entre las frágiles cortezas pelonas.
La persistencia de los prejuicios ha sido desastrosa para la salud de las selvas secas, donde, por si fuera poco, se alberga la mayor cantidad de especies exclusivas (endémicas) de todas cuantas existen en los subtrópicos del mundo. Su destrucción ha sido incontenible.
Bajo la justificación de que el “monte” no sirve para nada, y con el respaldo de diversos programas gubernamentales, se han arrasado millones de hectáreas a lo largo y ancho del país para dar paso a la agricultura, a la ganadería y a los desarrollos turísticos.
Hoy, la selva del litoral jalisciense, que es una de las mejor preservadas de México, está en una dinámica de desaparición que no ha podido ser contenida. Desde 1950, en que La mar-cha al mar abrió a la colonización intensiva esta región enclavada entre Manzanillo y Puer-to Vallarta, la extinción ha borrado unos dos mil kilómetros cuadrados de la antigua demar-cación tropical, superficie equivalente a la mitad del estado de Tlaxcala. Sobrevive una su-perficie un poco menor, pero la tasa de deforestación registrada en el año 2000 fue de 3.2 por ciento, el triple del promedio nacional.
La historia
Álvaro Miranda advierte que la revisión de fotos de satélite echa por tierra el mito de que la costa de Jalisco ha permanecido virgen. Hay al menos más de medio siglo de que la huella humana se hizo irreversible, cada vez de forma más acelerada (ver gráfico contiguo).
“Tenemos allí cuatro secuencias en el tiempo a partir de 1970, que es cuando se obtienen las primeras imágenes de satélite; allí se puede apreciar claramente la evolución del fenó-meno”. Un parteaguas importante es 1980, cuando ya estaba abierta la carretera costera (a partir de 1973) y la zona de riego de la presa Cajón de Peña, donde se desmontaron alrede-dor de 30 mil hectáreas para su aprovechamiento agrícola, que desde entonces ha sido par-cial e inconstante. “Allí se ve el impacto fuerte, procesos que no habían ocurrido nunca, que son ya la perturbación del interior de la selva, de manera que en la foto de 1992 se empieza ver de forma clara la fragmentación, un problema que es clave para nosotros, porque genera dificultades fuertes a la conservación, pues si estas zonas se desconectan las especies se aíslan y puede haber degradación genética y pérdida de biodiversidad”.
Pero estos procesos se dan a velocidades distintas. “Entre los años cincuenta y 1973 hay tasas bajas, pero en el siguiente periodo, hasta 1980, la carretera y la presa aceleran el dete-rioro; entre 1980 y 1986 hay una desaceleración que yo asocio a la crisis económica, y a partir de 1986 hasta 1992 se registra un aumento de la actividad económica; es cuando se dan una serie de apoyos políticos a problemas nocivos para estos bosques, como la ganade-ría extensiva [...] la tendencia desde 1992 es precisamente al crecimiento de la superficie ganadera; la superficie conservada decrece y la capacidad técnica para transformar el paisa-je se incrementa, porque tenemos más maquinaria, más población y una serie de incentivos gubernamentales para hacerlo”, subraya el investigador.
Así, mientras entre 1950 y 1973 se perdieron 30,230 hectáreas, en los siete años siguientes se acumularon otras 34 mil hectáreas. Desde 1980, la pérdida sumó casi 140 mil hectáreas, una superficie similar a la de la zona protegida de Manantlán, la mayor reserva del occiden-te de México.
Dentro de ese amplio espectro de deterioro, surge la única iniciativa formal para hacerle frente. Un decreto de diciembre de 1993 forma la reserva de la biosfera Chamela-Cuixmala, sobre poco más de trece mil hectáreas de tenencia privada y pública, bajo la tutela de la Fundación Cuitzmala, surgida al amparo de la fortuna del multimillonario francobritánico Sir James Goldsmith, y de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que tiene la estación de biología de Chamela desde hace más de treinta años.
Un esfuerzo insuficiente
El científico reconoce que el tamaño de la reserva apenas le permite funcionar como criade-ro de especies que luego salen para ser cazados. Una zona ecológica como isla no remedia la fragmentación tremenda de los ecosistemas. La esperanza la tiene puesta en la aplicación del Programa de Ordenamiento Ecológico Territorial de esta demarcación, que fue el pri-mero del país y data de 1997.
Su aplicación ha sido dificultosa, porque prevé el establecimiento de diversas áreas prote-gidas en toda la Costa, y la restauración de corredores de fauna, y esto ha topado con los poderosos intereses ganaderos, y sobre todo, turísticos, regionales. “Muchos de ellos piden abiertamente la necesidad de modificar el ordenamiento para ajustarlo a sus necesidades”. El coordinador científico plantea tres escenarios en su estudio. El optimista fue rebasado.
En 1992 se tenía una tasa de deforestación de 2.22 por ciento. En 2000 llegó a 3.22 por ciento. Actualmente quedan poco más de 1,800 km2 de selva seca, 47 por ciento del origi-nal. Esta cobertura podría bajar a 38 por ciento en 2010, pero si las tasas suben, el descenso llegaría a 32 por ciento. En 2050, el mundo prodigioso de los reptiles, los venados y las fieras habría prácticamente desaparecido. Entonces sí será el monte muerto e inútil que ven los profanos, pero sin esperanza de resurrección.
RECUADRO
¿Por qué salvar las selvas secas?
En México, al arribo de los conquistadores españoles, había unas seis millones de hectáreas de selva seca. Para Álvaro Miranda, fue el primer ecosistema presionado. Por citar un caso, todo El Bajío fue desmontado. Ya en pleno siglo XX, zonas completas de Guerrero y en general la depresión del Balsas fueron completamente arrasadas. Hoy son prácticamente desiertos.
Las selvas secas, que también se les conoce como caducifolias (o sea, las hojas de 75 por ciento de los árboles se caen) o bajas (pues la altuira del dosel en general no rebasa los diez metros), son uno de los reservorios de mayor riqueza en especies que tiene el planeta. No tiene la cantidad que se registra en las selvas húmedas, pero en cambio, se trata de especies únicas y restringidas. Esto significa que cuando una especie es borrada de una selva seca, podría estar desapareciendo de la faz de la tierra, lo que normalmente no sucede en una selva alta.
Una selva seca guarda especies sometidas a condiciones más extremas; su especialización es prodigiosa, su resistencia genética no tiene parangón.
Desarrollo entre violencia
Una historia de devastación ecológica fincada en pocos nombres remite al pasado inme-diato de la Costa del estado. Rodolfo Paz, Longinos Vázquez y Luis de Rivera son algunos de los actores más prominentes
Costa Sur de Jalisco. “A estas tierras el único que entraba era Rodolfo Paz”, advierte don Concho Rodríguez Palomera. Este anciano de 87 años arribó apenas a los siete con su padre a trabajar en la hacienda de Chamela, en medio de selvas densas, donde los venados se re-producían prodigiosamente y los jaguares (“tigres”) eran numerosos y apacibles con los humanos.
Es uno de los últimos testigos de la violenta, frecuentemente tramposa, colonización de estos vastos territorios que habían permanecido parcialmente intocados desde el derrumbe del mundo indígena, en los finales del siglo XVI.
Don Concho conoció a algunos de los personajes más célebres, clave para entender el pro-ceso de desorden legal que se desató en la región, semilla de la actual devastación ecológica y de los larguísimos conflictos agrarios, que prevalecen.
“La gente de acá estaba bien jodida, y ese señor mandaba; yo trabajé con él, nos la pasamos tumbando monte por todos lados, pues era dueño de casi todo, porque recibió una herencia de su señora, que se llamaba María de los Ángeles [de donde se tomó el nombre de Ángeles Locos, el predio que hoy ocupa el hotel Fiesta Americana]. La propiedad de El Tecuán también era de él, pero se la quitó el general Marcelino García Barragán porque descubrió que Rodolfo mató mucha gente...”.
Relata: el acceso a la zona sólo era posible por el mar, y el patrón acarreaba peones para trabajar en sus amplios dominios. “Metía gente por Tenacatita en lanchas de palo con alambres, viniendo desde Manzanillo; habíamos también los que veníamos de La Huerta, pero a nosotros nunca nos dañó [...] pagaba con fichas, y luego, cuando los peones querían regresarse a sus lugares de origen, se las cambiaba por dinero. Pero no los ayudaba a salir, la gente se iba como podía, y siempre ponía unos pistoleros a esperarlos en una cueva por la que debían cruzar; entonces los mataban, les quitaban el dinero y enterraban sus cuerpos en el fondo de un pozo”.
García Barragán, el general justiciero, luego gobernador de Jalisco (1943-1947) y secretario de la Defensa Nacional (1964-1979), lo sorprendió en el juego siniestro. Lo amenazó, le advirtió lo que pasaría si persistían esas barbaries, y como condición para el perdón le exi-gió que le escriturara el predio de El Tecuán. Justicia entre señores.
“Nosotros llegamos hace 35 años a esta región”, explica Arnoldo Ochoa Valencia, ejidata-rio y delegado municipal en San Mateo, municipio de La Huerta. Provenientes de Aguaje, en Aguililla, en la Tierra caliente de Michoacán, recuerda que el periplo con todo y gallinas lo realizaron en dos días. La carretera costera ya estaba en construcción, y era un mundo caluroso lleno de monte al que hubo que acostumbrarse.
“Allá en nuestra tierra no teníamos parcela, pero a mi papá le gustaba la agricultura y ren-taba unas tierras, hasta 30 hectáreas de sorgo y ajonjolí; había un ejido que se llamaba Montoso; mi padre se inscribió y apuntó a mi hermano mayor, pero nunca se pudo ganar nada; pero lo que nos hizo venir para acá fue que nosotros ya estábamos creciendo y mi papá pensaba sobre el problema de las drogas, pues empezó lo de la mariguana, y dijo: pues los voy a sacar a un lugar más sano, donde no haya todo este desmadre; pero sucede que en todos lados es lo mismo; él nos inscribió [para el ejido] y al poco tiempo nos dieron la tie-rra, y llegamos acá. Las drogas ya estaban aquí también...”.
Los años del narcotráfico, sobre todo a partir de los ochenta, tornaron la vida difícil. “Sólo podían andar libremente quienes vivían de eso, pues andaban armados y en buenos carros humillando a los demás; era el tiempo de la mariguana”. Con el tiempo, el negocio fue se-veramente golpeado, pero eso no trajo tranquilidad. Llegó la industria del secuestro, el robo a los comercios y a los camiones que transitaban por la carretera con mercancías. Todavía hoy, en las inmediaciones del poblado de Miguel Hidalgo, “puedes ver un puñado de cru-ces, por una gavilla de asaltantes que murieron cuando se enfrentaron a la policía y los sol-dados”.
Fue el golpe decisivo. Desde 1998 hay relativa paz.
Longinos Vázquez, al igual que el Tiburcio Lemus de La tierra pródiga (la novela de Agustín Yánez que narra la colonización de la región), era una especie de Atila tropical. “Donde pisaba no volvía a crecer una brizna de yerba”. Don Concho, quien asegura tener parentesco con el maderero, da una estampa vívida del cacique: “fue mi patrón; era bien cabrón, talaba todos los montes y era dueño del agua; cuando quería darle agua al pueblo de La Huerta, abría la llave, y cuando no, la cerraba. Era la ley aquí, pues era dueño de hacien-das y de miles de hectáreas de terreno”.
Con el corte de madera, “hasta a su papá se chingó, porque estaba bien estudiado y sabía lo que valía de la madera; pelaba los cerros y toda la madera la embarcaba en Manzanillo y la mandaba a Estados Unidos”, indica.
En los años cincuenta, hubo una intensa explotación de maderas tropicales. El negocio atra-jo a trabajadores rusos y estadunidenses con maquinaria moderna que ayudó a la labor de la destrucción. Los ejemplares finos: caoba, cedro, campisirán, barcino y primavera, fueron arrancados. A sus lados se dejó árboles degradados y tierra erosionada.
“Hoy todavía vive, está en Guadalajara, pero le quitaron sus negocios, le afectaron sus tie-rras con los ejidos; anduvo por un tiempo en Texas tratando de hacer dinero, pero ya está viejo e inútil”, añade el vaquero de San Mateo.
“La deforestación es un problema muy grave para nosotros, nos ocasiona el azolvamiento de los arroyos; la lluvia nos manda arrastres, cubre las partes bajas y las inunda; es un pro-blema que nace de la escasa conciencia ecológica que tenemos, hay falta de información, hay complicidad, hay omisiones de las autoridades competentes; ahí tiene el valle de Cihua-tlán, que cada año se inunda y provoca pérdidas económicas muy serias a los productores”, se queja el secretario del Ayuntamiento de Cihuatlán, Arturo García López.
La pérdida de suelos es tal, que las extracciones de arena autorizadas en el arroyo Seco no ponen en riesgo al recurso, pues “en vez de acabarse crece más la arena con los deslaves del cerro”. El funcionario espera que con la incorporación del programa de protección de mi-crocuencas, del gobierno federal, se pueda mitigar el deterioro.
“También hay un tráfico de fauna incontrolado, ya no ves al venado, y todo está desmonta-do, con pastizales; es una situación alarmante”. Refiere además a los daños de las lagunas costeras de Navidad y El Tule, donde la contaminación de drenajes públicos y desarrollos privados, y la ocupación ilegal de los esteros para fraccionarlos, tiene a estos ecosistemas al borde de la desaparición.
Luis de Rivera, español, promotor del desarrollo en la Costa de Jalisco, tiene mala imagen entre los campesinos. “Habrá desarrollado la costa, pero a nosotros nos acabó”, advierte Arnoldo Ochoa, del ejido San Mateo. Este núcleo agrario llegaba al mar. Luego se le obs-truyó la salida, pues salió nuevo dueño.
Don Luis estaba presuntamente ligado por parentesco político al zar boliviano del estaño, Atenor Patiño, suegro a su vez de sir James Goldsmith, multimillonario patrocinador de la reserva de la biosfera Chamela-Cuixmala.
Don Concho también lo recuerda con frescura. En esos años sesenta, se hizo vaquero del español y tuvo el encargo de pagarle a Santos y Florentino, campesinos responsables del comisariado ejidal, el precio por desistir un juicio agrario para disputarle a Don Luis los codiciados terrenos junto al mar. “Yo les entregué las vacas a ellos; seis vaquillas escogidas y luego Santos quiso otra que nunca nos pagó; se la di, además de una escopeta y 65 pesos; eso fue lo que le costó a don Luis la playa que baja a Chamela”.
Arnoldo se irrita con la referencia. “Nos compró como los españoles en la conquista: tierras que valen oro a cambio de espejos”. Con un patrón similar, el acaudalado extranjero adqui-rió propiedades como Careyes, Pérula, La Rumorosa, Playa Azul, El Paraíso, lo más grana-do del litoral jalisciense. Y para quienes oponían resistencia, contaba con un ejército de abogados y de guardias blancas. O sea, por las buenas o por las malas.
“A mí me mandó a la chingada –agrega el viejo Concho, que sigue descargando su con-ciencia- porque no quise firmar un documento como testigo de que estaba en posesión de otro predio que deseaba mucho; allí metió en una noche como 40 trabajadores y sembró palmeras antes de la mañana para demostrar a los enviados del juzgado que lo tenía en pro-ducción y tenía todos los derechos”, refiere entre carcajadas. “Era bien sinvergüenza”.
En esta costa poco llueve
“Cuando llegamos, había que bajar en mulas a un arroyo por agua; cuando después el due-ño del predio donde estaba el manantial se las negó a todos, por sus pistolas, mi papá se hizo su amigo y el cristiano le permitió seguirla sacando. Pero los de San Mateo sufrieron por la escasez”. Las historias caciquiles parecen acabarse, mas no el sufrimiento. Hoy su-man cinco años de malos temporales. “A las vacas las tenemos encerradas porque ya no hay pastura”.
El turismo, la mayor presión para la selva
No ocupa las vastas extensiones de la ganadería, pero se establece sobre los sitios más frá-giles que la naturaleza ha creado en la región costera. El desarrollo turístico, con algunas excepciones, ha abonado poco a la conservación de la selva, pues su paso ha significado la destrucción de esteros, la fragmentación de corredores biológicos y el deterioro del paisaje.
Una segunda diferencia notable con las actividades primarias: su lobby es mucho más po-deroso. Los inversionistas del ramo tienen algunas de las grandes fortunas de México, fren-te a un tejido social deteriorado que separa a las comunidades campesinas y las deja lejos de las prioridades de sus liderazgos políticos formales, como las uniones de ejidos y la de-bilitada Liga de Comunidades Agrarias, de añeja filiación priista.
Es precisamente el ramo turístico el que ha sacado adelante, en la Administración federal y la estatal en curso, el nuevo proyecto de desarrollo regional, que pasa por la construcción de una amplia red de carreteras en busca de facilitar el acceso de consumidores pudientes, a quienes se venden las maravillas de Costalegre, como fue bautizado el plan de desarrollo hace quince años. También incluye la construcción de un puerto pesquero en Pérula, la am-pliación a cuatro carriles de la ruta costera y la resolución de los conflictos agrarios que siguen como principal obstáculo para la llegada de inversiones.
Nadie habla de aplicar el ordenamiento ecológico ni de crear la red de reservas y corredores biológicos que darían sustento futuro a la venta de aire, clima y paisaje que trae aparejado un complejo turístico. Por el contrario, el gobierno del estado, contra viento y marea, ha decidido construir la infraestructura ignorando las leyes ambientales, lo que se demuestra con la apertura de las tres rutas nuevas que llevan de la sierra al litoral: de Mascota a Puerto Vallarta, por el norte; de Talpa a Tomatlán, por el centro, y de Villa Purificación a Chame-la, por el sur, todo esto, con la tibia intervención de las instituciones federales encargadas de sancionar el deterioro, especialmente, la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa).
“Hubo una reunión que se realizó en Careyes; no fuimos invitados a la hora en que comen-zó, sino mucho después, cuando ya se habían discutido muchos asuntos de interés para no-sotros; debemos estar alertas no sólo por la reserva en sí, sino por la situación que todo esto pueda traernos a la región”, explica el coordinador científico de Chamela-Cuixmala, Álvaro Miranda.
Por su parte, el investigador de la UdeG, Arturo Curiel Ballesteros, advierte que sólo en la medida en que se “internalicen” los costos ambientales en los proyectos, se alcanzará el desarrollo sin destrucción, el reto principal para los prestadores de servicios turístico en la delicada región. “Debemos llegar a que la naturaleza pueda expresarse en pesos y centavos, porque sólo así se le dejará de ver como un subsidio y algo que se puede destruir sin mayor problema”, pone en relieve.
Mientras sucede, los principales recursos con que se cuenta en la demarcación están ame-nazados. Los esteros que no están contaminados tienen la presión para albergar “hoteles de baja densidad” o marinas. Otros cuerpos de agua reciben toneladas de desechos y son frac-cionados. La selva es desmontada para abrir campos de golf. La basura está mal adminis-trada, sin tiraderos conforme a normas. El caos sigue rigiendo a los asentamientos huma-nos. El ganado pisotea el suelo e impide la recarga de los acuíferos. Y están los fertilizan-tes, el tráfico de especies, la tala clandestina...
PERFIL
Vivir entre bestias
Jorge Emilio Requena SilvaCuidador de tortugas
“¡Es un monstruonón!”, exclamó Jorge Requena aquella tarde de 2001, en los tibios meses invernales del subtrópico. Jugaba ajedrez con uno de sus vecinos, de cara al mar, a las horas en que el sol comienza a ser tragado por el océano y la masa de agua brilla como un gran telar de plata. Las blancas y las negras en la tensión del último movimiento del tablero; caballos, peones, reyes y con-sortes en la disputa; los jugadores, como antiguos marajás de India, con el placer de la brisa marina y la despreocupación en sus rostros tostados, huella de la vida en territorios solares.
En tanto, un ser prodigioso, primitivo, con casi una tonelada de peso, invadía lentamente la playa. “Era una tortuga laúd”, recuerda este morador de La Manzanilla, en la Costa de Ja-lisco.
“A esa tortuga yo la había visto antes; una aleta se le veía mordida, haga de cuenta un pan o una tortilla, por eso creo que es la misma [...] es la única que he visto en los veinte años que tengo aquí, porque todas están en peligro de extinción, pero ésta es más rara”, explica el barbado cincuentón mientras acaricia a uno de sus gatos, parte de su amplia familia sustitu-ta; felinos, perros y pericos desenfadados y bulliciosos en su rincón del palmar de la bahía azulada.
A Jorge le gusta compararse con Robinson Crusoe: casi sin quererlo, abandonó la vida de agente de ventas de una popular cervecera de Guadalajara. “Ya estaba harto; era andar de bule en bule; todos mis amigos eran tratantes de blancas [...] poco antes de salirme me man-daron a cobrarle 600 millones de pesos a un tipo de Michoacán que era dueño de quince burdeles, y me mandó al carajo...”.
Llegó a vacacionar, a desintoxicarse. Recuerda que frente a una hoguera donde cocía una sabrosa jaiba, decidió no regresar jamás. Así, rompió relaciones con su empleadora. Des-pués vinieron los problemas con la familia, el divorcio tras 17 años, el arraigarse en la re-gión tórrida y aprender sus reglas de calor y mosquitos, de estanques y fieras, de calmas y huracanes, de una creciente especulación que ha transformado a la apacible aldea de pesca-dores en un “poblado gringo”.
Jorge vive de arrendar parte de su palmar a los turistas y de cuidar fincas ajenas. Ha atesti-guado cómo La Manzanilla ha caído en estado crítico por los daños a su estero, poblado de cocodrilos de gran talla que se han transformado en “limosneros”. La boca del embalse tie-ne ocho años sin abrirse, las aguas están contaminadas por basura y emanaciones de la manglera, la mayoría de los peces desaparecieron y los crustáceos que entraban a reprodu-cirse con las crecidas marinas ya no llegan. Así, los magníficos reptiles sobreviven de lo que la gente les arroja. Están gordos y llenos de escoriaciones por la disputa de los desper-dicios. Y cuando las limosnas escasean y todo se pone más desesperante, los Crocodylus acutus salen al mar, en busca de peces, o emigran hacia otros refugios.
Jorge piensa que ello es un reflejo del cambio climático, pues los huracanes ya no llegan, con sus torrentes de destrucción y vida, y el humedal se ha dejado de conectar con el océa-no surtidor.
Otro signo de decadencia natural es el caso de las tortugas. Hace medio siglo, en noches de plenilunio, invadían por miles las playas. Hoy llegan a cuentagotas y es necesario defender-las de los humanos. Su ausencia se refleja en el predominio de malaguas y la marea roja, “que son alimento básico de las tortugas”, las cuales, sin depredadores, provocan alta mor-tandad en peces. Avizora las consecuencias: por esa plaga, en pocos años sólo habrá dos meses buenos para bañarse. Las codiciadas arenas se depreciarán y los inversionistas se irán.
Jorge es defensor de quelonios. Personalmente ha criado y soltado alrededor de 32,600 rep-tiles. Todavía avistó jaguares hace poco más de un lustro, y el vuelo resplandeciente de guacamayas verdes. La realidad de hoy es el saqueo: árboles, fauna terrestre, aves; el avan-ce incontenible de los desmontes; la invasión urbana de la que se supone huyó hace dos decenios. ¿Qué futuro le aguarda a este Robinson? El costeño responde con una sonrisa cargada de escepticismo.
La velocidad de destrucción de estos despreciados pero riquísimos ecosistemas es impre-sionante. En medio siglo se borró 53% de su cobertura y las tendencias apuntan a que en 2050 haya desaparecido 96%, según los científicos de Chamela-Cuixmala, único santuario protegido, que podría convertirse en isla de conservación
Costa Sur de Jalisco. A la selva seca, o baja, o caducifolia, la gente de esta región le dice simplemente “monte”. Lo que observan no puede competir con las imágenes que han reci-bido de las florestas paradisíacas siempre verdes, pobladas de árboles de 40 a 100 metros, llenas de color y de ruidos desenfrenados, de bestias extrañas, de fieras letales, de calores y humedad, de vapores matinales y arquitecturas naturales asombrosas.
Los humanos se asoman por la carretera y divisan una masa de arbustos y árboles de poca altura cubiertos por el gris uniforme. “Tienen la percepción de que aquello está muerto, que está totalmente seco y que no sirve para nada”, subraya Álvaro Miranda, coordinador cien-tífico de la Fundación Cuitzmala, institución que sostiene uno de los escasos reductos pro-tegidos de este reino natural en México: la reserva de la biosfera Chamela-Cuixmala, en los parajes montañosos de la Costa Sur de Jalisco.
Sin embargo, en estos bosques aparentemente despojados de lo vital aguardan múltiples sorpresas. Basta recorrer una mañana los caminos interiores de la reserva. Una aguililla ha atacado a una Boa constrictor que se retuerce herida de muerte a la vera de la brecha, mien-tras la depredadora se protege de los extraños entre las copas de los árboles y lanza llama-das furiosas como en reclamo de su presa. Cerca de un estanque, cinco venados cola blanca toman agua inquietos y se dispersan con rapidez ante el primer ruido. Bosque abajo, ya cer-ca de los humedales, los grupos de coatíes trepan las grandes palmeras como precaución.
Manchones aquí y allá de grandes árboles verdes llenos de nidos de aves. Una red de cana-les contiguos al río Cuitzmala son hogar del mangle, los cocodrilos y cientos de aves de los esteros. Jaguares, pumas y ocelotes sigilosos transitan casi invisibles entre las rutas de la selva. Si no fuera por esas cámaras fijas diseminadas entre los árboles y esos collares que se les han instalado para seguirlos en sus vastos territorios. Cuál monte muerto.
La selva seca es un tablero de ajedrez donde cambia el paisaje según el agua, el viento y las sombras. La vida bulle a cada metro de estas florestas, en su mayor parte dominadas por la estacionalidad: densamente verdes los cuatro meses de lluvias, desconsoladoramente secas en el resto del año.
La sequía obliga a los organismos a tornarse más precavidos y a ahorrar energías para so-brevivir. Las zonas de humedad perenne son el sitio de concentración de la fauna para pro-veerse de agua y para procurarse la caza a lo largo del día. El resto de los ecosistemas, ese monte gris y despreciado, son corredores de las especies y prosperan solitarios. Si no fuera porque se sabe, y está muy bien estudiado, que en cada palo y en cada arbusto aparente-mente inerte hay un organismo que baja su actividad en espera de mejores tiempos, mien-tras el mundo de los insectos se desenvuelve febril debajo de la cubierta del bosque o entre las frágiles cortezas pelonas.
La persistencia de los prejuicios ha sido desastrosa para la salud de las selvas secas, donde, por si fuera poco, se alberga la mayor cantidad de especies exclusivas (endémicas) de todas cuantas existen en los subtrópicos del mundo. Su destrucción ha sido incontenible.
Bajo la justificación de que el “monte” no sirve para nada, y con el respaldo de diversos programas gubernamentales, se han arrasado millones de hectáreas a lo largo y ancho del país para dar paso a la agricultura, a la ganadería y a los desarrollos turísticos.
Hoy, la selva del litoral jalisciense, que es una de las mejor preservadas de México, está en una dinámica de desaparición que no ha podido ser contenida. Desde 1950, en que La mar-cha al mar abrió a la colonización intensiva esta región enclavada entre Manzanillo y Puer-to Vallarta, la extinción ha borrado unos dos mil kilómetros cuadrados de la antigua demar-cación tropical, superficie equivalente a la mitad del estado de Tlaxcala. Sobrevive una su-perficie un poco menor, pero la tasa de deforestación registrada en el año 2000 fue de 3.2 por ciento, el triple del promedio nacional.
La historia
Álvaro Miranda advierte que la revisión de fotos de satélite echa por tierra el mito de que la costa de Jalisco ha permanecido virgen. Hay al menos más de medio siglo de que la huella humana se hizo irreversible, cada vez de forma más acelerada (ver gráfico contiguo).
“Tenemos allí cuatro secuencias en el tiempo a partir de 1970, que es cuando se obtienen las primeras imágenes de satélite; allí se puede apreciar claramente la evolución del fenó-meno”. Un parteaguas importante es 1980, cuando ya estaba abierta la carretera costera (a partir de 1973) y la zona de riego de la presa Cajón de Peña, donde se desmontaron alrede-dor de 30 mil hectáreas para su aprovechamiento agrícola, que desde entonces ha sido par-cial e inconstante. “Allí se ve el impacto fuerte, procesos que no habían ocurrido nunca, que son ya la perturbación del interior de la selva, de manera que en la foto de 1992 se empieza ver de forma clara la fragmentación, un problema que es clave para nosotros, porque genera dificultades fuertes a la conservación, pues si estas zonas se desconectan las especies se aíslan y puede haber degradación genética y pérdida de biodiversidad”.
Pero estos procesos se dan a velocidades distintas. “Entre los años cincuenta y 1973 hay tasas bajas, pero en el siguiente periodo, hasta 1980, la carretera y la presa aceleran el dete-rioro; entre 1980 y 1986 hay una desaceleración que yo asocio a la crisis económica, y a partir de 1986 hasta 1992 se registra un aumento de la actividad económica; es cuando se dan una serie de apoyos políticos a problemas nocivos para estos bosques, como la ganade-ría extensiva [...] la tendencia desde 1992 es precisamente al crecimiento de la superficie ganadera; la superficie conservada decrece y la capacidad técnica para transformar el paisa-je se incrementa, porque tenemos más maquinaria, más población y una serie de incentivos gubernamentales para hacerlo”, subraya el investigador.
Así, mientras entre 1950 y 1973 se perdieron 30,230 hectáreas, en los siete años siguientes se acumularon otras 34 mil hectáreas. Desde 1980, la pérdida sumó casi 140 mil hectáreas, una superficie similar a la de la zona protegida de Manantlán, la mayor reserva del occiden-te de México.
Dentro de ese amplio espectro de deterioro, surge la única iniciativa formal para hacerle frente. Un decreto de diciembre de 1993 forma la reserva de la biosfera Chamela-Cuixmala, sobre poco más de trece mil hectáreas de tenencia privada y pública, bajo la tutela de la Fundación Cuitzmala, surgida al amparo de la fortuna del multimillonario francobritánico Sir James Goldsmith, y de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), que tiene la estación de biología de Chamela desde hace más de treinta años.
Un esfuerzo insuficiente
El científico reconoce que el tamaño de la reserva apenas le permite funcionar como criade-ro de especies que luego salen para ser cazados. Una zona ecológica como isla no remedia la fragmentación tremenda de los ecosistemas. La esperanza la tiene puesta en la aplicación del Programa de Ordenamiento Ecológico Territorial de esta demarcación, que fue el pri-mero del país y data de 1997.
Su aplicación ha sido dificultosa, porque prevé el establecimiento de diversas áreas prote-gidas en toda la Costa, y la restauración de corredores de fauna, y esto ha topado con los poderosos intereses ganaderos, y sobre todo, turísticos, regionales. “Muchos de ellos piden abiertamente la necesidad de modificar el ordenamiento para ajustarlo a sus necesidades”. El coordinador científico plantea tres escenarios en su estudio. El optimista fue rebasado.
En 1992 se tenía una tasa de deforestación de 2.22 por ciento. En 2000 llegó a 3.22 por ciento. Actualmente quedan poco más de 1,800 km2 de selva seca, 47 por ciento del origi-nal. Esta cobertura podría bajar a 38 por ciento en 2010, pero si las tasas suben, el descenso llegaría a 32 por ciento. En 2050, el mundo prodigioso de los reptiles, los venados y las fieras habría prácticamente desaparecido. Entonces sí será el monte muerto e inútil que ven los profanos, pero sin esperanza de resurrección.
RECUADRO
¿Por qué salvar las selvas secas?
En México, al arribo de los conquistadores españoles, había unas seis millones de hectáreas de selva seca. Para Álvaro Miranda, fue el primer ecosistema presionado. Por citar un caso, todo El Bajío fue desmontado. Ya en pleno siglo XX, zonas completas de Guerrero y en general la depresión del Balsas fueron completamente arrasadas. Hoy son prácticamente desiertos.
Las selvas secas, que también se les conoce como caducifolias (o sea, las hojas de 75 por ciento de los árboles se caen) o bajas (pues la altuira del dosel en general no rebasa los diez metros), son uno de los reservorios de mayor riqueza en especies que tiene el planeta. No tiene la cantidad que se registra en las selvas húmedas, pero en cambio, se trata de especies únicas y restringidas. Esto significa que cuando una especie es borrada de una selva seca, podría estar desapareciendo de la faz de la tierra, lo que normalmente no sucede en una selva alta.
Una selva seca guarda especies sometidas a condiciones más extremas; su especialización es prodigiosa, su resistencia genética no tiene parangón.
Desarrollo entre violencia
Una historia de devastación ecológica fincada en pocos nombres remite al pasado inme-diato de la Costa del estado. Rodolfo Paz, Longinos Vázquez y Luis de Rivera son algunos de los actores más prominentes
Costa Sur de Jalisco. “A estas tierras el único que entraba era Rodolfo Paz”, advierte don Concho Rodríguez Palomera. Este anciano de 87 años arribó apenas a los siete con su padre a trabajar en la hacienda de Chamela, en medio de selvas densas, donde los venados se re-producían prodigiosamente y los jaguares (“tigres”) eran numerosos y apacibles con los humanos.
Es uno de los últimos testigos de la violenta, frecuentemente tramposa, colonización de estos vastos territorios que habían permanecido parcialmente intocados desde el derrumbe del mundo indígena, en los finales del siglo XVI.
Don Concho conoció a algunos de los personajes más célebres, clave para entender el pro-ceso de desorden legal que se desató en la región, semilla de la actual devastación ecológica y de los larguísimos conflictos agrarios, que prevalecen.
“La gente de acá estaba bien jodida, y ese señor mandaba; yo trabajé con él, nos la pasamos tumbando monte por todos lados, pues era dueño de casi todo, porque recibió una herencia de su señora, que se llamaba María de los Ángeles [de donde se tomó el nombre de Ángeles Locos, el predio que hoy ocupa el hotel Fiesta Americana]. La propiedad de El Tecuán también era de él, pero se la quitó el general Marcelino García Barragán porque descubrió que Rodolfo mató mucha gente...”.
Relata: el acceso a la zona sólo era posible por el mar, y el patrón acarreaba peones para trabajar en sus amplios dominios. “Metía gente por Tenacatita en lanchas de palo con alambres, viniendo desde Manzanillo; habíamos también los que veníamos de La Huerta, pero a nosotros nunca nos dañó [...] pagaba con fichas, y luego, cuando los peones querían regresarse a sus lugares de origen, se las cambiaba por dinero. Pero no los ayudaba a salir, la gente se iba como podía, y siempre ponía unos pistoleros a esperarlos en una cueva por la que debían cruzar; entonces los mataban, les quitaban el dinero y enterraban sus cuerpos en el fondo de un pozo”.
García Barragán, el general justiciero, luego gobernador de Jalisco (1943-1947) y secretario de la Defensa Nacional (1964-1979), lo sorprendió en el juego siniestro. Lo amenazó, le advirtió lo que pasaría si persistían esas barbaries, y como condición para el perdón le exi-gió que le escriturara el predio de El Tecuán. Justicia entre señores.
“Nosotros llegamos hace 35 años a esta región”, explica Arnoldo Ochoa Valencia, ejidata-rio y delegado municipal en San Mateo, municipio de La Huerta. Provenientes de Aguaje, en Aguililla, en la Tierra caliente de Michoacán, recuerda que el periplo con todo y gallinas lo realizaron en dos días. La carretera costera ya estaba en construcción, y era un mundo caluroso lleno de monte al que hubo que acostumbrarse.
“Allá en nuestra tierra no teníamos parcela, pero a mi papá le gustaba la agricultura y ren-taba unas tierras, hasta 30 hectáreas de sorgo y ajonjolí; había un ejido que se llamaba Montoso; mi padre se inscribió y apuntó a mi hermano mayor, pero nunca se pudo ganar nada; pero lo que nos hizo venir para acá fue que nosotros ya estábamos creciendo y mi papá pensaba sobre el problema de las drogas, pues empezó lo de la mariguana, y dijo: pues los voy a sacar a un lugar más sano, donde no haya todo este desmadre; pero sucede que en todos lados es lo mismo; él nos inscribió [para el ejido] y al poco tiempo nos dieron la tie-rra, y llegamos acá. Las drogas ya estaban aquí también...”.
Los años del narcotráfico, sobre todo a partir de los ochenta, tornaron la vida difícil. “Sólo podían andar libremente quienes vivían de eso, pues andaban armados y en buenos carros humillando a los demás; era el tiempo de la mariguana”. Con el tiempo, el negocio fue se-veramente golpeado, pero eso no trajo tranquilidad. Llegó la industria del secuestro, el robo a los comercios y a los camiones que transitaban por la carretera con mercancías. Todavía hoy, en las inmediaciones del poblado de Miguel Hidalgo, “puedes ver un puñado de cru-ces, por una gavilla de asaltantes que murieron cuando se enfrentaron a la policía y los sol-dados”.
Fue el golpe decisivo. Desde 1998 hay relativa paz.
Longinos Vázquez, al igual que el Tiburcio Lemus de La tierra pródiga (la novela de Agustín Yánez que narra la colonización de la región), era una especie de Atila tropical. “Donde pisaba no volvía a crecer una brizna de yerba”. Don Concho, quien asegura tener parentesco con el maderero, da una estampa vívida del cacique: “fue mi patrón; era bien cabrón, talaba todos los montes y era dueño del agua; cuando quería darle agua al pueblo de La Huerta, abría la llave, y cuando no, la cerraba. Era la ley aquí, pues era dueño de hacien-das y de miles de hectáreas de terreno”.
Con el corte de madera, “hasta a su papá se chingó, porque estaba bien estudiado y sabía lo que valía de la madera; pelaba los cerros y toda la madera la embarcaba en Manzanillo y la mandaba a Estados Unidos”, indica.
En los años cincuenta, hubo una intensa explotación de maderas tropicales. El negocio atra-jo a trabajadores rusos y estadunidenses con maquinaria moderna que ayudó a la labor de la destrucción. Los ejemplares finos: caoba, cedro, campisirán, barcino y primavera, fueron arrancados. A sus lados se dejó árboles degradados y tierra erosionada.
“Hoy todavía vive, está en Guadalajara, pero le quitaron sus negocios, le afectaron sus tie-rras con los ejidos; anduvo por un tiempo en Texas tratando de hacer dinero, pero ya está viejo e inútil”, añade el vaquero de San Mateo.
“La deforestación es un problema muy grave para nosotros, nos ocasiona el azolvamiento de los arroyos; la lluvia nos manda arrastres, cubre las partes bajas y las inunda; es un pro-blema que nace de la escasa conciencia ecológica que tenemos, hay falta de información, hay complicidad, hay omisiones de las autoridades competentes; ahí tiene el valle de Cihua-tlán, que cada año se inunda y provoca pérdidas económicas muy serias a los productores”, se queja el secretario del Ayuntamiento de Cihuatlán, Arturo García López.
La pérdida de suelos es tal, que las extracciones de arena autorizadas en el arroyo Seco no ponen en riesgo al recurso, pues “en vez de acabarse crece más la arena con los deslaves del cerro”. El funcionario espera que con la incorporación del programa de protección de mi-crocuencas, del gobierno federal, se pueda mitigar el deterioro.
“También hay un tráfico de fauna incontrolado, ya no ves al venado, y todo está desmonta-do, con pastizales; es una situación alarmante”. Refiere además a los daños de las lagunas costeras de Navidad y El Tule, donde la contaminación de drenajes públicos y desarrollos privados, y la ocupación ilegal de los esteros para fraccionarlos, tiene a estos ecosistemas al borde de la desaparición.
Luis de Rivera, español, promotor del desarrollo en la Costa de Jalisco, tiene mala imagen entre los campesinos. “Habrá desarrollado la costa, pero a nosotros nos acabó”, advierte Arnoldo Ochoa, del ejido San Mateo. Este núcleo agrario llegaba al mar. Luego se le obs-truyó la salida, pues salió nuevo dueño.
Don Luis estaba presuntamente ligado por parentesco político al zar boliviano del estaño, Atenor Patiño, suegro a su vez de sir James Goldsmith, multimillonario patrocinador de la reserva de la biosfera Chamela-Cuixmala.
Don Concho también lo recuerda con frescura. En esos años sesenta, se hizo vaquero del español y tuvo el encargo de pagarle a Santos y Florentino, campesinos responsables del comisariado ejidal, el precio por desistir un juicio agrario para disputarle a Don Luis los codiciados terrenos junto al mar. “Yo les entregué las vacas a ellos; seis vaquillas escogidas y luego Santos quiso otra que nunca nos pagó; se la di, además de una escopeta y 65 pesos; eso fue lo que le costó a don Luis la playa que baja a Chamela”.
Arnoldo se irrita con la referencia. “Nos compró como los españoles en la conquista: tierras que valen oro a cambio de espejos”. Con un patrón similar, el acaudalado extranjero adqui-rió propiedades como Careyes, Pérula, La Rumorosa, Playa Azul, El Paraíso, lo más grana-do del litoral jalisciense. Y para quienes oponían resistencia, contaba con un ejército de abogados y de guardias blancas. O sea, por las buenas o por las malas.
“A mí me mandó a la chingada –agrega el viejo Concho, que sigue descargando su con-ciencia- porque no quise firmar un documento como testigo de que estaba en posesión de otro predio que deseaba mucho; allí metió en una noche como 40 trabajadores y sembró palmeras antes de la mañana para demostrar a los enviados del juzgado que lo tenía en pro-ducción y tenía todos los derechos”, refiere entre carcajadas. “Era bien sinvergüenza”.
En esta costa poco llueve
“Cuando llegamos, había que bajar en mulas a un arroyo por agua; cuando después el due-ño del predio donde estaba el manantial se las negó a todos, por sus pistolas, mi papá se hizo su amigo y el cristiano le permitió seguirla sacando. Pero los de San Mateo sufrieron por la escasez”. Las historias caciquiles parecen acabarse, mas no el sufrimiento. Hoy su-man cinco años de malos temporales. “A las vacas las tenemos encerradas porque ya no hay pastura”.
El turismo, la mayor presión para la selva
No ocupa las vastas extensiones de la ganadería, pero se establece sobre los sitios más frá-giles que la naturaleza ha creado en la región costera. El desarrollo turístico, con algunas excepciones, ha abonado poco a la conservación de la selva, pues su paso ha significado la destrucción de esteros, la fragmentación de corredores biológicos y el deterioro del paisaje.
Una segunda diferencia notable con las actividades primarias: su lobby es mucho más po-deroso. Los inversionistas del ramo tienen algunas de las grandes fortunas de México, fren-te a un tejido social deteriorado que separa a las comunidades campesinas y las deja lejos de las prioridades de sus liderazgos políticos formales, como las uniones de ejidos y la de-bilitada Liga de Comunidades Agrarias, de añeja filiación priista.
Es precisamente el ramo turístico el que ha sacado adelante, en la Administración federal y la estatal en curso, el nuevo proyecto de desarrollo regional, que pasa por la construcción de una amplia red de carreteras en busca de facilitar el acceso de consumidores pudientes, a quienes se venden las maravillas de Costalegre, como fue bautizado el plan de desarrollo hace quince años. También incluye la construcción de un puerto pesquero en Pérula, la am-pliación a cuatro carriles de la ruta costera y la resolución de los conflictos agrarios que siguen como principal obstáculo para la llegada de inversiones.
Nadie habla de aplicar el ordenamiento ecológico ni de crear la red de reservas y corredores biológicos que darían sustento futuro a la venta de aire, clima y paisaje que trae aparejado un complejo turístico. Por el contrario, el gobierno del estado, contra viento y marea, ha decidido construir la infraestructura ignorando las leyes ambientales, lo que se demuestra con la apertura de las tres rutas nuevas que llevan de la sierra al litoral: de Mascota a Puerto Vallarta, por el norte; de Talpa a Tomatlán, por el centro, y de Villa Purificación a Chame-la, por el sur, todo esto, con la tibia intervención de las instituciones federales encargadas de sancionar el deterioro, especialmente, la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (Profepa).
“Hubo una reunión que se realizó en Careyes; no fuimos invitados a la hora en que comen-zó, sino mucho después, cuando ya se habían discutido muchos asuntos de interés para no-sotros; debemos estar alertas no sólo por la reserva en sí, sino por la situación que todo esto pueda traernos a la región”, explica el coordinador científico de Chamela-Cuixmala, Álvaro Miranda.
Por su parte, el investigador de la UdeG, Arturo Curiel Ballesteros, advierte que sólo en la medida en que se “internalicen” los costos ambientales en los proyectos, se alcanzará el desarrollo sin destrucción, el reto principal para los prestadores de servicios turístico en la delicada región. “Debemos llegar a que la naturaleza pueda expresarse en pesos y centavos, porque sólo así se le dejará de ver como un subsidio y algo que se puede destruir sin mayor problema”, pone en relieve.
Mientras sucede, los principales recursos con que se cuenta en la demarcación están ame-nazados. Los esteros que no están contaminados tienen la presión para albergar “hoteles de baja densidad” o marinas. Otros cuerpos de agua reciben toneladas de desechos y son frac-cionados. La selva es desmontada para abrir campos de golf. La basura está mal adminis-trada, sin tiraderos conforme a normas. El caos sigue rigiendo a los asentamientos huma-nos. El ganado pisotea el suelo e impide la recarga de los acuíferos. Y están los fertilizan-tes, el tráfico de especies, la tala clandestina...
PERFIL
Vivir entre bestias
Jorge Emilio Requena SilvaCuidador de tortugas
“¡Es un monstruonón!”, exclamó Jorge Requena aquella tarde de 2001, en los tibios meses invernales del subtrópico. Jugaba ajedrez con uno de sus vecinos, de cara al mar, a las horas en que el sol comienza a ser tragado por el océano y la masa de agua brilla como un gran telar de plata. Las blancas y las negras en la tensión del último movimiento del tablero; caballos, peones, reyes y con-sortes en la disputa; los jugadores, como antiguos marajás de India, con el placer de la brisa marina y la despreocupación en sus rostros tostados, huella de la vida en territorios solares.
En tanto, un ser prodigioso, primitivo, con casi una tonelada de peso, invadía lentamente la playa. “Era una tortuga laúd”, recuerda este morador de La Manzanilla, en la Costa de Ja-lisco.
“A esa tortuga yo la había visto antes; una aleta se le veía mordida, haga de cuenta un pan o una tortilla, por eso creo que es la misma [...] es la única que he visto en los veinte años que tengo aquí, porque todas están en peligro de extinción, pero ésta es más rara”, explica el barbado cincuentón mientras acaricia a uno de sus gatos, parte de su amplia familia sustitu-ta; felinos, perros y pericos desenfadados y bulliciosos en su rincón del palmar de la bahía azulada.
A Jorge le gusta compararse con Robinson Crusoe: casi sin quererlo, abandonó la vida de agente de ventas de una popular cervecera de Guadalajara. “Ya estaba harto; era andar de bule en bule; todos mis amigos eran tratantes de blancas [...] poco antes de salirme me man-daron a cobrarle 600 millones de pesos a un tipo de Michoacán que era dueño de quince burdeles, y me mandó al carajo...”.
Llegó a vacacionar, a desintoxicarse. Recuerda que frente a una hoguera donde cocía una sabrosa jaiba, decidió no regresar jamás. Así, rompió relaciones con su empleadora. Des-pués vinieron los problemas con la familia, el divorcio tras 17 años, el arraigarse en la re-gión tórrida y aprender sus reglas de calor y mosquitos, de estanques y fieras, de calmas y huracanes, de una creciente especulación que ha transformado a la apacible aldea de pesca-dores en un “poblado gringo”.
Jorge vive de arrendar parte de su palmar a los turistas y de cuidar fincas ajenas. Ha atesti-guado cómo La Manzanilla ha caído en estado crítico por los daños a su estero, poblado de cocodrilos de gran talla que se han transformado en “limosneros”. La boca del embalse tie-ne ocho años sin abrirse, las aguas están contaminadas por basura y emanaciones de la manglera, la mayoría de los peces desaparecieron y los crustáceos que entraban a reprodu-cirse con las crecidas marinas ya no llegan. Así, los magníficos reptiles sobreviven de lo que la gente les arroja. Están gordos y llenos de escoriaciones por la disputa de los desper-dicios. Y cuando las limosnas escasean y todo se pone más desesperante, los Crocodylus acutus salen al mar, en busca de peces, o emigran hacia otros refugios.
Jorge piensa que ello es un reflejo del cambio climático, pues los huracanes ya no llegan, con sus torrentes de destrucción y vida, y el humedal se ha dejado de conectar con el océa-no surtidor.
Otro signo de decadencia natural es el caso de las tortugas. Hace medio siglo, en noches de plenilunio, invadían por miles las playas. Hoy llegan a cuentagotas y es necesario defender-las de los humanos. Su ausencia se refleja en el predominio de malaguas y la marea roja, “que son alimento básico de las tortugas”, las cuales, sin depredadores, provocan alta mor-tandad en peces. Avizora las consecuencias: por esa plaga, en pocos años sólo habrá dos meses buenos para bañarse. Las codiciadas arenas se depreciarán y los inversionistas se irán.
Jorge es defensor de quelonios. Personalmente ha criado y soltado alrededor de 32,600 rep-tiles. Todavía avistó jaguares hace poco más de un lustro, y el vuelo resplandeciente de guacamayas verdes. La realidad de hoy es el saqueo: árboles, fauna terrestre, aves; el avan-ce incontenible de los desmontes; la invasión urbana de la que se supone huyó hace dos decenios. ¿Qué futuro le aguarda a este Robinson? El costeño responde con una sonrisa cargada de escepticismo.
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